Vivimos en una sociedad que ha perfeccionado el arte de etiquetar a las personas. Las redes sociales son caldo de cultivo para esto. Sin pensarlo mucho, etiquetamos a los demás basándonos en lo que vemos, leemos su apariencia, su comportamiento, o lo que escuchamos de otros.

Hoy en día, parece que cualquier cosa es suficiente para que a alguien se le cuelgue una etiqueta. Si alguien viste de una manera diferente, o actúa de una forma que no entendemos, es etiquetada de inmediato, y lo más preocupante es que raras veces nos molestamos en preguntar el porqué.

Estas etiquetas suelen estar cargadas de prejuicios, creemos estar entendiendo quién es, cuando en realidad estamos cerrando la puerta a cualquier tipo de entendimiento. Cuando etiquetamos, nos convertimos en jueces, y asumimos una posición de superioridad moral que a menudo carece de fundamento, como si tuviéramos la verdad absoluta sobre cómo alguien debería comportarse o verse.

La realidad es que todos llevamos nuestras propias historias, por eso nadie es una simple etiqueta. La falta de empatía se ha convertido en un mal endémico, y olvidamos que detrás de cada acción, decisión, estilo de vida, hay una historia que no conocemos, y convertimos a las personas en una versión simplificada de lo que realmente son al etiquetarlas. 

La empatía no es sólo ponerse en los zapatos del otro, sino también abrir la mente y el corazón a la posibilidad de que hay muchas formas válidas de ser y estar en el mundo. Si no comprendemos algo, no significa que sea incorrecto. Simplemente, es diferente. Y en lugar de etiquetar y juzgar, deberíamos aprender a preguntar más, a escuchar más, a interesarse genuinamente por el otro.

Es tiempo de frenar, de observar, de preguntar y, sobre todo, de empatizar. No somos dueños de la verdad, y cada persona merece ser vista más allá de una simple etiqueta.

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Autor: Máximo Martínez Campos